La otra muerte
Jorge Luis Borges
Un par de años hará
(he perdido la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú anunciando el envío
de una versión, acaso la primera española, del poema The Past, de Ralph Waldo
Emerson, y agregando en una postdata de que don Pedro Damián, de quien yo
guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión
pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la
sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta
convencional, por que don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido
las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomo en una estancia
de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era
entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan
ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última;
repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo
sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un
puesto muy solo, a una o dos leguas del ñancay; en aquel desamparo, yo conversé
con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era
hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia Masoller agotaban su
historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe
que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual
que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de
singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y
a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no
la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo
episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del
entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Massoller;
Emir Rodrígez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas líneas para el
coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió
después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden
y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de
caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de
marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió,
“porque el gaucho teme a la ciudad”, de hombres degollados hasta la nuca, de
una gerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño
de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Maseller. Lo hizo con
períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces
había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no
quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián?
¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían
Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con
fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz
dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y
que antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse
cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre
Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después
flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre,
pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y
cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaliado para matarlo. Pobre
gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa
patriada...
Absurdamente,
la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no
ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo
había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares
lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de
Damián; no las había dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí
que un hombre acosado por un acto de cobardía es mas complejo y mas interesante
que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos menos
memorable que Lord Jim o que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía
obligación de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que
Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llama artiguismo:
la conciencia(tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que
nuestro país y, por ende, más bravo... Recuerdo que esa noche nos despedimos
con exagerada efusión.
En el
invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que
torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa
del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco
Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se
habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después
agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
—Hicimos
noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos,
un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquiador,
de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí
con acritud.
—Ya sé —le
dije—. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve;
los dos me miraban perplejos.
—Usted se
equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir
cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se
había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza;
Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en el pecho. Se paró en
los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de
los caballos. Estaba muerto y la última carga de Massoller le paso encima. Tan valiente
y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no
dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí. —Malas palabras —dijo el coronel—,
que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser
—dijo Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos
callados. Al fin, el coronel murmuró:
—No como si
peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con
sincera perplejidad:
—Yo comandé
esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos
lograr que lo recordara.
En Buenos
Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once
deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería
inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. La pregunté por su
traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura
española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le recordé que me
había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de
Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con
extrañeza, busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de
Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el
desdichado Poe.
Algunos
hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares;
éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que
hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al
pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el racho de
Damián,de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego
Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer
a la memoria los rasgos de Damián; meses después; hojeando unos álbunes,
comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido evocar era el del
célebre tenor Tamberlinck, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil,
pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió
en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su
defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de
la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la
imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar una
conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curiosa es la
conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kuhlmann. Pedro Damián, decía
Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo
hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa
gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían
visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del
pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra
del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición
de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo
poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue
imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero
hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la
vez es la más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el
tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos
del Canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de
indentidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiasini sostiene,
contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no
haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y
empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino
así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida
a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún
hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del
ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue
preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el
destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la
aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su
muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las
sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un
hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en
1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de
Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica
se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de
la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima
que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera,
sin invalidar el presente. Modificar no es modificar un solo hecho; es anular
sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea de con otras
palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro
Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Esta
es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y
produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se
cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un
cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No
menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa; éste murió, lo entiendo,
porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a
mí, entiendo no recorrer un peligro análogo. He adivinado y registrado un
proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero
algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy
seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos
recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y
que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su historia me fue
sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el
poema que mencione en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad
del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré
historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años,
creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre
Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en
una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en
conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.
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