miércoles, 15 de febrero de 2017

La llamada de Cthulhu - H. P. Lovecraft

La llamada de Cthulhu

H. P. Lovecraft

Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie...
Algernon Blackwood


1. El bajorrelieve de arcilla
No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas.
Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas… y algo más que dudas.
Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano.
El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.
Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea.
Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.
En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.
-Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.
Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.
Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R’lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.
El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.
Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional “sal de la tierra” de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal.
Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así.
Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor.

2. El informe del inspector Legrasse
Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir… Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas.
El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.
El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre.
Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos:
Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:
En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos.
El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.
En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.
La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:
Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego.
Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: “En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”.
Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.
En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico:
No está muerto quien puede yacer eternamente,
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.
Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.
El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox.
No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico.
Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas.
Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.
Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.
Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.
Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho.

3. La locura del mar
Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número del Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el “culto de Cthulhu” y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:
Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar
El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.
El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21′ de latitud sur, y a los 152°17′ longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.
El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.
El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.
Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres.
El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51′ de latitud sur y a los 128°54′ de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos2 y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.
Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.
Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.
Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.
Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.
Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.
Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.
Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.
El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.
Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?
El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.
Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.
En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección.
Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: “Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.
Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.
No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.
Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres.
Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol.
El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49°9′ de latitud oeste, y 126°43′ de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante!
Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.
Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas… superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión.
Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.
Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de recuerdo.
Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.
Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.
Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva.
La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla.
La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.
Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua.
Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.
Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés3; pero Johansen no retrocedió.
Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.
Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.
Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.
Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.
Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.

FIN 



1. Melopea: Canto monótono.
2. Canaco o kanak: pueblo que vive principalmente en Nueva Caledonia, pero también en Vanuatu, Australia, Papúa y Nueva Guinea.
3. Bauprés: Palo grueso colocado oblicuamente en la proa de un navío

La ley del Talión - Yasutaka Tsutsui

La ley del Talión

Yasutaka Tsutsui


Volvía a casa después del trabajo cuando, para mi sorpresa, me encontré con que las fuerzas policiales estaban rodeando mi vivienda. Un agente me empujó hacia un lado de la carretera diciendo:
—No puede pasar, no puede pasar. Dé un rodeo, es peligroso.
—¿Un rodeo, dice? Pero si no tengo otra forma de llegar. Mi casa es ésa de ahí —dije señalando una parcela con una pequeña vivienda de dos pisos.
—¿Cómo dice? Entonces, ¿es usted el propietario?
Al oír las palabras del joven agente de policía, se me acercaron de repente un montón de periodistas de distintos medios.
—Así que es usted el propietario, ¿verdad? —me dijo uno poniéndome un micrófono en las narices—. Por favor, denos su opinión al respecto.
Confundido, me puse a parpadear:
—Estoy sorprendido.
—Por supuesto, ya me lo imagino. ¿Cuántos años lleva casado?
—Pues siete —dije mientras empezaba a entrarme un temblor en las piernas del nerviosismo—. ¿Ha hecho algo mi mujer? No habrá hecho nada malo, ¿verdad? No es una mujer que cometa acciones temerarias. Es muy seria y buena, además de casta, bella e inteligente.
—¡Ah! Entonces, ¿no sabe nada todavía? —En ese momento hubo un intercambio de miradas entre los periodistas—. No, su esposa no ha hecho nada malo.
—Entonces, ¿ha sido mi hijo? —Por un instante tensé el cuerpo y ladeé la cabeza—. Qué raro, mi hijo sólo tiene cuatro años. No es precisamente una edad a la que se puedan cometer acciones temerarias…
—Sus juicios nos superan, francamente —dijo uno de los periodistas, impresionado—. Un fugitivo ha entrado en su casa y se ha atrincherado.
En un abrir y cerrar de ojos, otro periodista me volvió a poner un micrófono en las narices.
—¿Así que era eso? Bueno, pues eso me tranquiliza —dije dirigiéndome al micrófono para después sobresaltarme—. Pero, pero entonces, ¿mi mujer y mi hijo…?
—Han sido tomados como rehenes —me reveló un periodista con cara de pena—. Por favor, denos su opinión. —Otro periodista le regañó cuando me volvió a colocar el micrófono ante la boca.
—¡Eh, tú! ¡Pero espera un poco, hombre! ¿Cómo le vas a preguntar a alguien por la situación antes de que sepa nada?
Sus colegas empezaron a discutir.
—¡Tú te callas! Tengo que llegar a tiempo para las noticias de las siete.
—¡Déjate de caprichos! Queremos recoger un comentario oficioso más largo.
—Yo no tengo tiempo que perder.
—¡Venga, hombre, que haya paz!
Pero el caso es que no se tranquilizaron.
—¡Un momento! ¡Quítense de ahí! Ya recabarán información después —dijo un hombre que tenía pinta de ser el jefe de policía—. ¿Es usted el propietario de la vivienda? Soy el inspector Dodoyama, de la Dirección de Policía de la prefectura. Le contaré lo que ha ocurrido. Hoy, poco después del mediodía, un asesino llamado Ogoro Gorō[34], condenado a veinte años de prisión, se ha fugado de la cárcel de Utsubo. Este peligroso y sanguinario criminal asaltó la comisaría que había cerca de la cárcel, agarró por el cuello a un pobre agente de policía, le quitó la pistola y lo mató de un disparo. Hacía mucho tiempo que Ogoro quería reunirse con su mujer y su hijo. La esposa de Ogoro es muy guapa y, poco después de ingresar en la cárcel, él se enteró de que pensaba casarse de nuevo. Ahora esa propuesta de matrimonio está en pleno trámite. Cuando a Ogoro le llegaron rumores en la prisión, se molestó mucho, y hoy por fin se ha decidido a cometer este delito. La casa donde vive la esposa de Ogoro está al este del barrio. Estábamos seguros de que Ogoro volvería allí, y por eso le tendimos una emboscada cerca de su vivienda. Sin embargo, el homicida, que había recorrido un largo trayecto para ver un momento a su familia, descubrió a unos agentes que no habían sabido esconderse bien y se puso hecho una furia en un arrebato de cólera. Nosotros lo perseguimos, pero se refugió en la casa de usted. Y entonces tomó como rehenes a su esposa y su hijo. Como lo que Ogoro quería era reunirse con su familia, lo que hizo fue amenazar con matarlos si no se los llevábamos… ¡Eh! —exclamó de sopetón.
Yo pegué un bote:
—Disculpe.
—No, no es que esté enfadado con usted. Es por esos dos cámaras. No pueden acercarse a su casa sin más. El asesino podría cabrearse. ¡Estúpidos! Esto… Veamos, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Fue entonces cuando decidimos traer hasta aquí a la mujer y al hijo de Ogoro. Pero la esposa se asustó muchísimo y nos dijo que antes que acercarse a Ogoro, se pegaba un tiro, y por mucho que intentamos convencerla se negó a salir de su vivienda.
—Y, en definitiva, ¿qué medidas está tomando la policía? ¿En qué situación se encuentran en estos momentos?
—Bueno…, pues ahora estamos en apuros, la verdad.
—Pero entonces, dígame, ¿cómo están mi mujer y mi hijo? —dije, e inmediatamente me puse a llorar ofuscado. Lo único que tenía en la cabeza era que algún día ese criminal me las pagaría todas juntas—. ¿Están bien? ¿Cuántas horas han pasado desde que se atrincheró en mi casa?
—Pronto hará dos horas. Hemos tardado mucho tiempo en conseguir el número de teléfono de la oficina donde usted trabaja, y, cuando por fin hemos contactado con su empresa, usted ya había salido. Hace un momento hemos podido oír la voz de su mujer y su hijo por teléfono. Todavía están a salvo.
—¿Cómo que todavía están a salvo? ¡Vaya una manera brutal de decirlo! —Con lágrimas en los ojos, le pregunté qué quería decir con eso—. Parece que está claro que pronto vayan a dejar de estarlo…
—No, no, disculpe. Han estado a salvo un buen rato.
—Pues, oyéndolo a usted, uno no tiene esa sensación, la verdad.
—Perdóneme. No me he expresado correctamente.
—En fin, no importa. Pero, vamos a ver, ¿es posible hablar por teléfono con ese Ogoro?
—Sí, eso es posible —respondió Dodoyama, el inspector de policía, con un aire sumamente triunfalista—. Para evitar que Ogoro se excite innecesariamente si lo llaman de fuera los curiosos, hemos cortado un extremo de la línea telefónica, pero después hemos instalado un aparato conectado directamente con su casa a través de una centralita. Así que está todo dispuesto para poder hablar con él.
—Y esa centralita, ¿dónde está?
—Dentro de ese coche patrulla, el que está aparcado en ese callejón.
—Bien, pues en ese caso póngame, por favor, en contacto con Ogoro. Voy a ver si lo puedo convencer —dije con elocuencia y confianza—. En mi época universitaria fui capitán del club de oratoria…
—¡Ah!, así que del club de oratoria… —Dodoyama, de repente, mostró un semblante de aturdimiento total y, como quien pide ayuda, echó una mirada a su alrededor—. Verá, si intenta convencerlo con mucha elocuencia, creo que lo que conseguirá será el efecto contrario, y hará que se encolerice enormemente. El caso es que Ogoro es muy tartamudo y tiene un complejo de inferioridad que hace que odie a las personas que hablan y discursean bien. —Dodoyama me echó una mirada indiscreta con ojos airados—. Además, usted es muy apuesto y, para colmo, muy elegante.
—Bueno, eso no se ve cuando se habla por teléfono, ¿no le parece?
Él lo negó rotundamente con la cabeza.
—¡No, qué va! Ese individuo siente una aversión feroz hacia los asalariados como usted, amado por su esposa y su hijo en un entorno feliz. Así que, con sólo llamar por teléfono, montará en cólera y se cargará a su esposa y a su hijo.
—Pero yo no pertenezco a ninguna élite.
—¿Cómo que no? Por supuesto que sí —asintió Dodoyama resueltamente—. Eso se nota al ver su cara y su ropa.
Probablemente, el que tenía un extraño complejo de inferioridad respecto a los trabajadores de empresas era el propio Dodoyama.
—Entonces, ¿no hay nada que yo pueda hacer? —dije con voz turbada. Y a continuación, sin evitar que se me torciera el gesto pregunté—: ¿Es que no se puede hacer otra cosa que permanecer aquí inmóviles mirando lo que sucede?
En los ojos de Dodoyama relampagueó un complejo de superioridad al ver el estado en el que me sumía según iba desplomándose mi yo. Levantó el labio superior con delectación y, con la cara rebosante de felicidad, dijo:
—Confíe en la policía.
Su rostro reflejaba su diversión al pensar que, aunque yo fuera un apuesto trabajador de la élite, me resultaría imposible llevar las cosas a buen puerto. Por un instante sentí que el Dodoyama que tenía delante de mí era un cómplice del autor del crimen. Y estaba seguro de que él, por un momento, había sentido el mismo placer que siente un agresor.
Pensé recriminarle que me hubiese dicho que confiara en la policía, cuando no estaban haciendo más que poner en peligro la vida de las personas, pero el periodista impaciente que momentos antes me había puesto el micrófono en las narices apareció por un costado y se entrometió en la conversación.
—¿Ya han terminado de hablar?
Dodoyama asintió con la cabeza.
El periodista volvió a ponerme el micrófono delante.
—¿Podría dedicarme unas palabras, por favor?
También el resto de informadores se concentraron a mi alrededor, mientras sacaban sus blocs de notas.
—La verdad es que compadezco a ese criminal de Ogoro —dije después de meditarlo mucho—. Entiendo perfectamente que quiera reunirse con su esposa y su hijo. No puedo imaginar la amargura que debe suponer el hecho de que una familia viva separada. Además, también comprendo perfectamente, y me duele, que se haya escapado de la cárcel, puesto que yo también quiero mucho a mi mujer y a mi hijo.
Uno de los periodistas puso los ojos como platos.
—Oiga, ¿eso lo dice en serio?
El periodista que estaba agarrado al micrófono empezó a vociferar salpicando saliva.
—Eso es mentira, hombre. Este tipo está pensando en el momento en que su voz llegue al secuestrador, cuando se retransmita por la radio y la televisión, y está apelando a la compasión ganándose su simpatía. Por eso habla con ese empalago. Está claro que es por eso. Está aprovechándose de los medios de comunicación, menospreciando a los periodistas y a los medios.
Me quedé mirando al periodista, que levantaba los ojos y seguía chillando, y entonces pensé que esos tipejos también se habían convertido en mis agresores. Ahora eran mis enemigos.
Me acerqué a Dodoyama, que daba instrucciones con desenvoltura a sus subordinados, y le dirigí la palabra:
—Usted ha dicho que no hay manera de convencer a la esposa de Ogoro.
—De lo que no hay manera es de que ella acepte intentar convencer a Ogoro.
—Está bien, entonces yo intentaré convencerla para que lo haga —dije—. Si se lo pido a ella, que es la esposa de un criminal, no se podrá negar por responsabilidad y por humanidad, y si Ogoro escucha la voz de su esposa, se desatarán sus sentimientos.
—Pues en eso tiene razón —dijo Dodoyama mirando a su alrededor, y entonces se dirigió al policía que hacía un rato me había apartado a un lado de la carretera—. ¡Eh, tú! Haz el favor de acompañar al señor a la casa de la mujer de Ogoro. —Acto seguido, se volvió hacia mí—. Este hombre se llama Anchoku. Lo va a conducir hasta la casa de Ogoro en un coche patrulla. Así que, una vez que haya convencido a la esposa del tipo, él lo traerá de vuelta.
—Entendido.
—¡Vamos, pues!
Anchoku y yo nos subimos en los asientos delanteros del coche patrulla. Los conocidos del barrio se quedaron mirando el vehículo, contemplándome de arriba abajo como si yo fuera un delincuente escoltado. Todos sin excepción tenían un semblante lleno de curiosidad y de superioridad. Y pensé que también esos individuos eran agresores, enemigos.
Salimos a duras penas de la nueva zona residencial, por entre un hervidero de fuerzas policiales, periodistas y mirones, y el coche patrulla partió hacia la zona este, un lugar con abolengo, que se encontraba separado por una carretera.
—La mujer de Ogoro es una belleza —me dijo Anchoku secándose el sudor de la cara con un pañuelo manchado de color grisáceo—. Tiene montones de admiradores que van detrás de ella. Quiere divorciarse de Ogoro, y parece que no hay nada que hacer. Dice que ya no quiere saber nada de él. Por eso no es probable que vaya a convencer a Ogoro. En resumen, no parece que sea una mujer que va por ahí convenciendo a terceros.
—¿Ah, sí? —dije mientras meditaba sobre el asunto.
Intentar convencer a una mujer así sería una pérdida de tiempo. Quizá fuese mejor recurrir desde el principio a medidas drásticas, más directas. Por eso mismo el policía Anchoku era un obstáculo para mí. Seguí absorto en mis pensamientos, a la búsqueda de algún método adecuado a las circunstancias.
Mientras seguía meditando, el coche patrulla se adentró en la zona comercial llena de hileras de casas viejas y se detuvo a la entrada de una callejuela. Anchoku y yo nos bajamos del coche, nos metimos por el callejón sin salida hasta el segundo edificio desde el fondo, donde estaba la casa de Ogoro. Nos paramos delante de una puerta corredera enrejada con cristal esmerilado. Como cabía esperar, allí también había movimiento de medios de comunicación. Al verme escoltado por Anchoku se imaginaron de qué iba la cosa, porque uno de ellos estuvo a punto de hablarme, aunque se contuvo por la presencia del policía.
—Eso después. Esto es un asunto de importancia.
—¡Toma, y lo nuestro también! —espetó exasperado el periodista, y, torciendo el gesto, se separó de nuestro lado.
—¡Con permiso! —dijo Anchoku abriendo la puerta corredera.
—Si son de la prensa, ya pueden irse por donde han venido —contestó una voz chillona de mujer desde el fondo de la vivienda.
—¡Policía!
—Con más motivo aún ya pueden retirarse. Si vienen para ver si convenzo a Ogoro, no pienso hacerlo, así que…
Anchoku me hizo señas con los ojos para entrar de todos modos. Irrumpimos en el piso de hormigón[35] y cerramos la puerta corredera tras nosotros.
La joven mujer, que, aun siendo bella, tenía unas facciones duras alrededor de las cejas, apareció en el vestíbulo.
—¿Qué pasa?, ¿qué es esto? Entrar como Pedro por su casa…
Yo le hice una reverencia con cortesía.
—Disculpe usted. Esto…, ¿es usted la señora de la casa? Eh… —No sabía cómo referirme a su relación con Ogoro, así que de momento me limité a decir—: Esto…, el señor Ogoro…
—No me nombre a Ogoro, por favor. Yo ya no tengo nada que ver con ese tipo.
—Pero usted está casada con él, ¿no es así? —dijo Anchoku medio enfadado—. ¿No son acaso marido y mujer? Por mucho que diga que es un asesino, mientras no se divorcien seguirán estando casados, ¡digo yo!
—¡No somos un matrimonio, y punto! —le respondió a gritos la esposa de Ogoro—. El hecho de que un matrimonio lo sea o no ¿es algo que puedan saber los demás?
—No entiendo lo que me dice, señora.
En ese instante apareció un niño de unos seis años, se colocó al lado de la esposa de Ogoro y nos miró de arriba abajo a Anchoku y a mí.
—Pues…, esto… —me puse a hablar tranquilamente reprimiendo a Anchoku—. Por mucho que odie a Ogoro, parece ser que él no se olvida de usted ni de su hijo. Por eso le digo que…
—Eso no es asunto suyo. Y ahora, si me permiten, tengo que irme a trabajar. Tengo turno de noche y debo cambiarme, así que si me disculpan… —respondió mientras se disponía a meterse en la casa.
Anchoku le gritó:
—¿Por qué no escucha lo que tiene que decirle este hombre? ¡Ogoro tiene retenidos a su mujer y a su hijo!
En el momento en que Anchoku, con gesto totalmente serio, se puso a gritar exasperado, extraje un bate de béisbol para niños de un paragüero, al que le había echado el ojo hacía rato. Lo levanté, apunté a la coronilla de Anchoku y lo estrellé con todas mis fuerzas contra él.
—¡Zaaas!
Se oyó un ruido seco y, por un instante, se me quedó el brazo derecho entumecido y sentí una mezcla de placer y de culpa. Anchoku se cayó hacia delante, en posición de firmes como estaba, y su frente se estrelló violentamente contra la esquina del resalte de entrada a la casa.
—¿Qué ha hecho? —me preguntó la esposa de Ogoro, al tiempo que se sentaba sin esperanzas en medio del recibidor, con los ojos como platos—. U… usted acaba de matar de un porrazo al policía, ¿se da cuenta? Se va a armar una buena.
—Seguro que no está muerto. Con mucho, se habrá desmayado —dije mientras le quitaba la pistola a Anchoku y apuntaba con ella a la esposa de Ogoro.
—Pórtate bien. Venga, échame una mano. Hay que sacar al madero y cerrar la puerta con llave, ¿entendido?
—¿Cómo? ¿Qué piensa hacer? —La esposa de Ogoro se acercó a su hijo, se abrazó a él y empezó a temblar, a la vez que se tambaleaba.
Yo seguía apuntándoles con la pistola, y, con grandes dificultades, le quité a Anchoku el cinturón en el que llevaba su pistolera y me lo coloqué en la cintura.
—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Venid aquí! ¡Agárrale las piernas!
La esposa de Ogoro se puso en pie tambaleando y bajó al piso de hormigón. Yo abrí la puerta corredera, cogí a Anchoku por la solapa con una sola mano, le dije a la esposa de Ogoro que lo agarrara por ambas piernas y lo sacamos afuera arrastrándolo hasta el callejón que había a la entrada de la casa. Pesaba lo suyo, todo hay que decirlo. Volvimos a casa, y obligué a la esposa de Ogoro a que cerrara con llave la puerta corredera.
—No me haga nada, se lo pido por favor —me dijo con las piernas temblándole.
Entré en el salón con los zapatos puestos, estiré al niño del hombro y, apuntándole en la carita, le ordené a la esposa de Ogoro:
—Si haces lo que te diga, no te pasará nada. ¡A ver! Cierra todas las puertas exteriores de la casa y enciende todas las luces.
—Se lo ruego, no le haga nada a mi hijo —dijo la esposa de Ogoro entre sollozos.
—¡Qué niño tan precioso para una arpía como tú! Deja de preocuparte y cierra cuanto antes todas las puertas exteriores.
Al fondo del vestíbulo había un salón de seis tatamis[36] y al otro lado, un corredor que daba al jardín posterior. La esposa de Ogoro, con lágrimas en los ojos, empezó a cerrar la puerta del corredor que daba al jardín.
Entretanto, fuera, en la entrada de la casa, se oía un gran bullicio. Hasta había un tipo que llamaba a la puerta corredera.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¿Ha ocurrido algo?
—¡Eh! ¡Abran! ¡Abran!
—¿Está todo bien?
—¿Qué ha sucedido? Explíquennos la situación ahí dentro.
—Pero ¿qué es lo que ha pasado?
En aquel salón de seis tatamis había una luna de tres espejos que no pegaba nada con la casa, y, sobre la mesita situada a un costado, un teléfono que empezó a sonar. Yo me acerqué mientras seguía de cerca al chiquillo, sin dejar de apuntarle con la pistola en la nuca. Con la mano que tenía libre agarré el auricular.
—¿Sí?, ¿quién es?
—Hace un momento, de la entrada de la casa ha salido rodando un policía al que le han partido el cráneo —me dijo una voz de varón joven—. ¿Ha pasado algo dentro de la casa?
—¿Y tú quién eres?
—Soy uno de los periodistas que están apelotonados como hormigas delante de la vivienda. ¿Es usted el señor Ido? Su mujer y su hijo están retenidos por Ogoro, ¿no?
—¡Y yo no hablo con periodistas! —le repuse gritando—. ¡Vosotros sois mis enemigos!
—Nosotros no somos sus enemigos, hombre.
—Eso es lo que vosotros os creéis. Los periodistas sois los enemigos de todo aquel que se ve envuelto en un delito. Y la policía también. Sin embargo, con la policía sí quiero hablar. Házselo saber a la policía —dije, y colgué el auricular del teléfono como si lo estrellara contra algo. Después me volví hacia la esposa de Ogoro, que estaba a mi espalda, paralizada de miedo—. ¿Hay alguna otra entrada o salida? Si las hay, ciérralas todas. Y sujeta todas las ventanas con clavos. También la del baño. Si entra alguien, tú y tu hijo os vais al otro barrio.
El niño, asustado, empezó a llorar. La esposa de Ogoro juntó las manos para rezar y dejó caer una lágrimas sobre los abultados senos que dejaba adivinar su vestido.
—Se lo ruego. Iré a donde sea para convencer a Ogoro.
—¿Convencer a Ogoro, eh? —exclamé—. Y ¿por qué no has dicho eso desde el principio? Ahora ya es tarde.
Le di un empujón al niño, que se fue corriendo hasta donde estaba su madre y se puso a llorar a todo trapo. La esposa de Ogoro lo detuvo con los brazos y, llorando a gritos, se hincó de rodillas sobre el tatami.
—Si intentáis escapar, os dispararé, ¿entendido?
A esas alturas, madre e hijo mostraban su amor mutuo abrazándose con cariño. Como no sabía hasta cuándo iban a seguir sollozando, chasqueé la lengua y eché un vistazo a la casa. La vivienda de los Ogoro era de una sola planta. Cerré bien todas las ventanas y me dispuse a abrir la puerta del baño.
—¡¡¿¿Eh??!!
En ese instante vi a alguien que parecía un periodista intentando entrar por la ventanita del baño. Sudaba la gota gorda porque se había quedado atascado a la altura del pecho. Me cambié la pistola de mano.
—¡Un momento, por favor! —gritó nervioso el hombre antes de que le estrellara la garganta de la culata en la cabeza.
El tipo profirió un alarido.
—Pare, por favor. Yo no soy nadie sospechoso.
—Eso ya lo sé. El sospechoso soy yo. —Y le volví a golpear aún más fuerte.
—¿Por qué le ha hecho algo así a un policía? —me preguntó el periodista sin perder su condición de informador mientras le caía la sangre por la frente.
Pero en esos momentos mi enemigo era precisamente ese espíritu periodístico. Así que le grité que se callara y le aticé en la boca con la culata. El periodista pegó un gran chillido y se cayó por la ventana con los dientes partidos como si fueran pipas de sandía.
Cuando me disponía a volver al salón de seis tatamis para preguntar dónde tenían un martillo y clavos para remachar la ventana del baño, me encontré con que la madre y el hijo estaban en el piso de hormigón haciendo sonar el candado de la puerta de entrada. Como es lógico, tenían intención de huir sigilosamente. Hasta ese mismo instante, pensé, no habían hecho más que llorar abrazaditos con total afectación. Encendido de cólera, apunté la pistola hacia el techo y disparé.
—¡Pum!
El feroz disparo retumbó por toda la casita, y por un instante me lastimó tanto los oídos que me quedé sordo. La madre y el hijo se cayeron de culo al piso de cemento e, impacientes por ponerse de pie, se pusieron a arañar la puerta corredera. Pensé que las intenciones de la madre y el niño eran las mismas, así que me acerqué a la esposa de Ogoro y le apunté en la nuca con la pistola.
—Te mato.
Nada más decir esto, la esposa de Ogoro se desmayó y al caer se dio un golpe contra la puerta corredera.
En el exterior volvía a oírse el tumulto, y a través de la puerta de cristal se podía ver la sombra de los periodistas que merodeaban por la entrada. Al parecer no habían escarmentado, porque seguía habiendo quien golpeaba la puerta de cristal. Pensé en pegar otro tiro, pero habría sido un desperdicio de balas, así que me lo pensé mejor y lo que hice fue arrastrar hasta el salón el blandengue y pesado cuerpo de la extenuada esposa de Ogoro. El pequeño se hizo pis sentado en el piso de hormigón.
De nuevo sonó el teléfono.
—¿Señor Ido? —En el auricular resonó la voz atropellada de Dodoyama.
—Sí, soy yo.
—¿Ha sido usted quien ha golpeado a Anchoku en la cabeza con un palo duro como un bate, dejándosela abollada y como consecuencia de lo cual ha sufrido un desmayo? —Parecía, pues, que no se había muerto.
—Sí. He sido yo.
—¿Por qué lo ha hecho? —La voz de Dodoyama transmitía su cólera—. A… a mi subordinado. A un buen policía bien educado que no ha hecho nada malo.
—Yo también era un buen ciudadano hasta hace muy poco. Pero, como sucede con un policía que se convierte en agresor, también es posible que un ciudadano normal sea un agresor. Ahora yo me he convertido en un atroz agresor —le dije hablando despacio, dándoselo todo mascado, para que el simple de Dodoyama entendiera, aunque fuera un poco, mi conducta—. Es para estar a la altura de Ogoro. ¿Lo entiende, verdad?
Dodoyama se quedó sin respiración.
—¿Se da cuenta de que si hace así las cosas, usted también es un delincuente?
—¿No se lo he dicho? Ahora yo soy un agresor, amigo.
La esposa de Ogoro, que seguía tendida sobre el tatami, recuperó de repente la conciencia pero fingió que seguía desmayada y aguzó el oído para ver qué decía.
—En lugar de continuar siendo una víctima, se podría decir que he escogido el mismo camino que Ogoro, es decir, el de agresor. Si continuara siendo una víctima, sería más cómodo y más fácil mantener alejados a los medios de comunicación que siguen quejándose nerviosos. Sin embargo, yo soy una persona sin aptitudes para ser una víctima. Por eso mismo he elegido esta postura más difícil. He escogido este camino porque me gusta. Así que no se entrometa.
—¡Claro que me entrometo! —gritó Dodoyama—. ¿Es que piensa que va a mejorar la situación? Quizá crea que para salvar a su familia lo mejor es convertirse en un delincuente, pero es al revés: eso no es nada bueno para los suyos.
—Todavía no me ha entendido, por lo que parece. Para mí, el hecho de salvar a mi familia se ha convertido en estos momentos en lo segundo o lo tercero más importante, desde el instante en que tomé la resolución de ser agresor. Ser agresor es mi principal objetivo en estos momentos.
—¿Cómo? —Dodoyama permaneció callado durante unos instantes sin saber qué decir.
—Es inútil que trate de convencerme —dije yo, tomando la iniciativa.
—Está bien, dígame qué puedo hacer —dijo Dodoyama—. ¿Debo tratar este caso como si tuviera dos escenarios distintos y dos delincuentes distintos, es decir, dos secuestradores? ¿O más bien como un solo caso?
—Le voy a decir lo que va a hacer —le contesté—. Puede considerarlo como un solo caso. Es decir, hasta ahora debía de haber un caso con varios agresores opuestos entre sí, pero aunque no sea así, en un principio para el delincuente y su familia, y para la víctima y su familia tanto la policía como los medios de comunicación son los agresores. Si se produce un incidente, para todas las personas implicadas la sociedad en su conjunto es la agresora. En un principio es fácil invertir los papeles de agresor y víctima, y se hace difícil distinguirlos. ¿Entiende?
—Sí, sí, entiendo. O no. No lo entiendo. Sí, entiendo lo que dice. Ahora bien, lo que todavía no me ha dicho es qué debería hacer yo.
—Allí tiene la centralita, ¿verdad? En el interior del coche patrulla que está aparcado cerca de mi casa.
—Así es.
—Bien, pues allí hay una línea conectada directamente con mi casa.
—Bueno, sí, tiene razón.
—Quiero que la conecte con mi vivienda.
—¿Perdón? —Dodoyama dejó de hablar.
—¿Le pasa algo?
Acto seguido, Dodoyama dijo con miedo:
—Aunque usted renuncie a su obligación de proteger la seguridad de su familia, yo debo seguir protegiendo la vida de su esposa y de su hijo.
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—Si usted habla por teléfono con Ogoro, tanto su mujer como su hijo estarán expuestos a una situación de riesgo.
—¿Quiere decir que nos vamos a pelear? —dije yo sonriendo con la voz ronca—. Si no me pone con él, los que estarán expuestos a una situación de riesgo serán la esposa y el chaval de Ogoro.
Pareció que Dodoyama estuviese esperando que yo lo amenazara formalmente con esas palabras.
—Muy bien. En ese caso, no hay nada que hacer —dijo aliviado—. Le conectaremos por teléfono. Espere un rato. ¡Ah! Por cierto… —Y se puso a toser—. ¿No le importará que pongamos un micrófono en el teléfono, verdad?
Me quedé sorprendido.
—Aunque le diga que no, lo van a poner de todos modos, ¿no es así? ¡Esas cosas no las pregunta un policía! ¡A usted le pasa algo!
—Es posible —dijo Dodoyama hablando entre dientes—. Le he hecho una pregunta tonta, ¿verdad? Está claro que me pasa algo. —Y me colgó el teléfono.
Después de eso, le di un puntapié en el costado a la esposa de Ogoro, que se encontraba en el suelo y estaba preocupada por el dobladillo de la falda, que se le había descosido.
—Deja de fingir que te has desmayado. Ve inmediatamente al baño y sujeta la ventana con clavos. A partir de ahora, si entra alguien, me cargo al niño.
Mientras gimoteaba sujetándose el costado, la esposa de Ogoro se fue lentamente hacia la cocina y empezó a buscar el martillo y los clavos. El niño lloraba diciendo que se había hecho pis; subió trepando por el piso de hormigón y empezó a quitarse los pantalones mojados.
—¿Dónde están los pantalones y los calzoncillos del chaval? —grité yo en dirección a la cocina.
—Tú mismo los puedes buscar, ¿no, Rokurō? —respondió la madre con voz chillona, dirigiéndose al niño.
—Me he hecho pis —seguía llorando el pequeño—. ¡Ay! ¡Me he meado!
No habían pasado más de cinco minutos cuando volvió a sonar el teléfono. Era la voz de un hombre que se apresuraba a hablar:
—Tú, tú, tú, qui… qui… ¿quién eres?
—El que ha llamado eres tú. ¿Qué es eso de «quién eres»?
—¿Qué, qué, qué dices? Tú me has llamado.
—Bueno, está bien, como quieras. La policía nos debe de haber puesto en contacto a los dos. ¿Eres Ogoro, verdad?
—A… a… a… así es.
—Yo soy Ido, el dueño de la casa que tú has secuestrado. ¿Lo entiendes?
—Lo, lo, lo…
—Pues si lo entiendes, sigamos hablando. Ahora yo estoy en tu casa. Estoy atrincherado y tengo como rehenes a tu mujer y a tu hijo. Como prueba, vas a escuchar la voz de tu pequeño. —Le puse el auricular al chaval delante de las narices—. ¡Ponte! Es tu viejo.
El niño se puso a llorar a todo trapo mientras gritaba por el auricular a su padre para que lo ayudara.
La esposa de Ogoro, que estaba sujetando la ventana del baño con clavos, vino pitando y le arrebató al niño el auricular del teléfono.
—Oye, ¿me quieres decir por qué te has fugado de la cárcel? ¿Por qué has hecho algo así? Por tu culpa, las estamos pasando moradas. ¿Es que piensas echar a perder mi vida y la de Rokurō?
Como me imaginaba, se puso a dar gritos. De intentar convencerlo, nada de nada. Lo que hizo fue ponerlo verde. Yo no podía imaginar lo que podía pasar si ella seguía insultándolo. Pensé en lo superficiales que son las mujeres.
—¿Qué? ¿Eh? Si te sigo queriendo o no, es algo que ahora no viene al caso. Lo que tienes que hacer es salir de allí. Si no, este hombre nos las va a hacer pasar moradas. ¿Entiendes? Me estás poniendo mala. Eso es. Tiene una pistola. Sí, sí, sí. Te quiero. ¡Qué hombre tan terco! Puesto que te quiero, tienes que salir de ahí cuanto antes. ¿Que si pienso casarme con otro? Eso es algo que ahora no viene al caso. Rokurō está bien. Bueno, eso, que salgas cuanto antes. Pórtate bien, hombre.
Como no hacía más que gritar lo mismo una y otra vez, le quité el auricular de la mano.
—¿Lo has entendido, no?
Ogoro emitió un gemido.
—¡Mierda! ¿Qué piensas hacerles a mi esposa y a mi hijo?
—Si sales de mi casa, dejas que la policía te detenga y los míos salen sanos y salvos, no les haré nada —le dije despacito.
—Eso no lo puedo hacer —gritó Ogoro lleno de furia—. Yo, yo, yo, yo quería ver a mi esposa y a mi hijo, y por eso me he fugado. Si, si, si, si salgo de aquí y me detienen, volveré otra vez a la cárcel. Yo, yo, yo, yo quiero ver a mi mujer y hablar directamente con ella.
—¿No acabas de hablar con ella? —dije, con una risa sardónica—. Me parece que ella no tiene muchas ganas de hablar directamente contigo.
—¿Qué? —Podía oír por el auricular cómo le rechinaban los dientes a Ogoro—. ¡Lo que me temía! ¡Así que mi esposa tiene un amante! Si, si, si, si, si, si es así, con más motivo no pienso volver a la trena. ¡Voy a verla y hablaré largo y tendido con ella hasta convencerla para que se separe de ese tipo! Tr… tr… tr… trae aquí a mi mujer.
—¡Ni hablar! ¡Sal tú de mi casa!
—Si, si, si…
—Si no puede ser, mataré a tu hijo. Y después violaré a tu parienta.
La mujer de Ogoro profirió un grito y se fue huyendo a la cocina, seguida de su hijo.
—Tú, tú, tú, tú, ¿qué, qué, qué, qué tipo de persona malvada eres? —dijo Ogoro a voz en grito—. Si haces eso, estarás cometiendo un asesinato. ¡Un delito de violación!
—Exacto —le respondí riéndome a placer—. ¿O es que piensas que un asalariado serio como yo no es capaz de eso? Te acordarás de hasta qué punto puede ser malvado un trabajador serio.
—Te, te, te lo ruego —me dijo Ogoro con la voz turbada—. No se te ocurra violar a mi mujer.
—Entonces, sal de mi casa —le chillé—. Sal hoy mismo de mi casa. Si no, me cepillaré a tu mujer. Delante de tu crío, en este salón de seis tatamis. ¿Lo has pillado, no? —dije yo estrellando el auricular en el soporte mientras sonreía irónicamente.
Fui a la cocina y vi cómo madre e hijo, insaciables, seguían abrazados lujuriosamente.
—¡Pero bueno…! —dije, pegándole una patada a la papelera que tenía al lado—. ¿Hasta cuándo pensáis seguir lloriqueando? Venga, prepara la cena inmediatamente. Cuando vuelvo a casa después del trabajo, lo primero que hago es cenar. Y no voy a consentir que la cena esté peor que la que hace mi mujer. ¡Date prisa!
—Esto…, yo… Es que tengo que ir a trabajar… —dijo tímidamente la esposa de Ogoro. Sabía que yo no iba a dejarla marchar, pero su naturaleza la obligaba a intentarlo al menos.
—¡Ah! Que quieres irte, dices —respondí dando un paso hacia ella.
Gimió y se volvió a abrazar a su hijo.
—Parece que no te gusta hacer la comida. Está bien, si quieres marcharte, puedes hacerlo. Eso sí, el niño se queda aquí. Para cuando vuelvas, ya habré preparado la cena. Un plato de caza «a base de niño asado».
El niño se puso a llorar a mares y volvió a mearse encima.
—Está bien, no me iré.
—Por supuesto que no —dije clavando un cuchillo que había en el fregadero en la tabla de picar—. Ni que decir tiene. Y prepara la cena de una vez, maldita sea.
La esposa de Ogoro empezó a hacer la cena con el odio reflejado en el fondo de sus ojos.
El teléfono volvió a sonar. Como era evidente que sería Ogoro, cogí al chaval por un brazo, lo llevé hasta donde estaba el aparato y descolgué el auricular.
—¿Qué hace mi mujer? —preguntó Ogoro después de comprobar por unos momentos mi reacción.
—Ahora está haciendo la cena.
—Y cuando la haya preparado, ¿qué vais a hacer?
—¿Qué vamos a hacer? Nos la comeremos los tres en este salón de seis tatamis: tu mujer, tu hijo y yo mientras vemos las noticias de la televisión, en las que saldremos nosotros.
—¿Ah, sí? Muy bien. Pues, en ese caso, yo voy a hacer lo mismo. ¡Mierda! Y después, ¿qué haréis?
—Después, esto…, como no hay otra cosa que hacer, nos acostaremos.
—A… Acos… Acos… Acos…
—Sí, acostarnos.
—¿Có… có… có… cómo vais a acostaros?
—¿Que cómo vamos a acostarnos? Pues para eso tendremos que extender el futón, digo yo.
—¿Fu… fu… fu… futón?
—Por supuesto.
—Los…, los…, los tr…
—¡Claro! Los tres juntitos. Si me quedo a dormir en la entrada yo sólito y se escapan, la liamos.
Ogoro volvió a quedarse callado.
Yo me puse a reír:
—No te preocupes, hombre. Hasta mañana por la mañana te garantizo que tu mujer se mantendrá casta. Ahora bien, si mañana por la mañana no te has ido de mi casa…
—¡Un momento! —gritó—. Pe… pe… pen… pensándolo bien, no hay ninguna necesidad de chantajearme. Al fin y al cabo, yo tengo retenidos a tu mujer y a tu hijo.
—En ese caso, ¿qué hacemos?
—Si no me traes aquí a mi mujer y a mi hijo inmediatamente, violaré a tu parienta.
—¡Cuidadito con lo que dices! —repuse como si estuviera furioso—. Basta con que me digas eso para sacarme de quicio. Si lo haces, mataré a tiros a tu hijo sin contemplaciones.
Durante un rato Ogoro estuvo tartamudeando para finalmente contestarme de manera apocada:
—Tú no tienes lo que hay que tener para hacer una cosa así.
Nada más decir eso, le retorcí el brazo al chaval, y éste dio un chillido parecido al de un gato vagabundo.
—¿Qué? ¿Qué le has hecho? —gritó Ogoro, y se quedó de una pieza.
—¿Quieres saber si soy capaz o no de matarlo? —dije riéndome a placer—. Lo siguiente que voy a hacer es estrangularle.
—Ni, ni, ni, ni, ni, ni se te ocurra. Por lo que más quieras. ¡Mi… mi… mi… mi… mi… mierda! Con… con… con… con… con… con… con… con… conque has lastimado a mi pequeño —dijo Ogoro llorando—. Está bien, pues yo también voy, voy, voy a maltratar al tuyo —espetó Ogoro, y puso el auricular del teléfono encima de la caja de música.
A lo lejos se podía oír vagamente la música de El lago de los cisnes en la caja de música junto con los gritos de mi mujer y mi hijo: «¡Mamá, socorro!», «¡Basta!», «¡Basta, por favor!». De repente se oyó un ruido desagradable. Enajenado, le doblé al niño el dedo meñique de la mano derecha. Lloraba y gemía estrepitosamente. La mujer de Ogoro, que estaba de pie a mi lado mirándonos con el alma en vilo, se puso a gritar a voz en cuello: «¡Rokurō!», y me lo arrebató de las manos.
—¿Qué te ha parecido? Le he golpeado a tu hijo en la cabeza con to… to… to… to… to… to… todas mis fuerzas.
Me adelanté a las intenciones de Ogoro al oír su voz. Él estaba sumamente excitado y respiraba ruidosamente por la nariz.
—¡Conque esas tenemos! Pues que sepas que acabo de romperle el dedo meñique a tu chaval. ¡Escucha! ¿Lo oyes?
Le acerqué el auricular para que oyera cómo el pequeño seguía gritando enloquecido a lo lejos, y cómo su madre no hacía más que chillar: «¡Rokurō!, ¡Rokurō!».
—¡Llama inmediatamente a un médico! —gimoteo Ogoro al otro lado del teléfono.
—Si sales de mi casa… Y será mejor que te estés callado. Me vuelvo loco con facilidad.
Durante cerca de cinco minutos estuvieron alternando los sollozos con los gritos. Por fin, vomitó de tanto gimotear y colgó.
La esposa de Ogoro no hacía más que pedir ayuda diciendo que llamara a un médico para que atendiera a Rokurō, así que la tiré al suelo de una bofetada y, cuando le estaba gritando que podía dar gracias de que no la matara, llamó Dodoyama.
—He estado escuchándolo todo clandestinamente —dijo—. Todo parece indicar que ha sido usted el que ha ido intensificando la escala de violencia.
—Me gustaría que esto lo calificara como «ejercer la hegemonía».
—Parece que le ha roto un dedo al niño. Voy a enviar a un médico, así que me gustaría que le dejara pasar.
—No pierda el tiempo —grité—. ¿Quién me asegura a mí que ese médico no es un agente disfrazado? —Como estaba seguro de que Dodoyama iba a seguir intentado convencerme con largas peroratas, enseguida le colgué el teléfono.
La esposa de Ogoro le hizo una primera cura a su hijo entablillándole el dedo con unos palillos de comer y unas vendas, pero como seguía gritando desesperadamente, le dio un montón de analgésicos. Debido a los efectos secundarios, el pequeño se quedó dormido.
Al llegar la noche, la esposa de Ogoro y yo nos pusimos a cenar mientras veíamos las noticias y los programas especiales en los que nosotros éramos los protagonistas. Pensé que en las casas vecinas había demasiado ruido, pero al ver en directo el dispositivo que había fuera, advertí por primera vez de dónde procedía ese follón. Los periodistas habían entrado en la casa de un coreano que vivía al lado y allí, mientras éste estaba ausente, habían montado la sede de recogida de noticias. El coreano estaba protestando porque los periodistas habían estado usando gratis su teléfono. Por eso estaba furioso. Después de echarlos de su casa, le pegó la bronca a su esposa, y su voz se podía escuchar incansable a través de la pared, gritando improperios.
En la televisión se me trataba bastante compasivamente en comparación con Ogoro, pero, aun así, el locutor se refería a mí llamándome Ido a secas, así que estaba claro que me trataban de delincuente. En la pantalla de la televisión iban apareciendo alternativamente las dos viviendas. Delante de la casa de Ogoro, donde yo estaba, y también en mi casa, donde estaba atrincherado Ogoro, habían colocado unos proyectores que se dirigían a las respectivas entradas. Eso hacía que dentro de la casa, en la entrada y en el salón de seis tatamis, si se abrían las puertas correderas, hubiera tanta claridad que parecía que estuviésemos a pleno día.
Por fin, pasadas las once de la noche, se dejaron de oír las voces de la policía, los medios de comunicación, los mirones y demás, y la esposa de Ogoro y yo nos dispusimos a dormir con el niño en medio. Sin embargo, como era previsible, nos resultaba difícil conciliar el sueño, así que, no pudiendo aguantar más inmóvil, me deslicé hasta el futón de la esposa de Ogoro y por fin la violé.
En condiciones normales, ese día me habría acostado con mi mujer. Al acercarme y decirle que cumpliera con su responsabilidad de esposa, la mujer de Ogoro no se resistió: parecía no tener un concepto muy claro de la castidad. En resumen, murmuró dos o tres quejas y se entregó a mí con bastante facilidad. Al pensar que para entonces tal vez mi mujer habría sido violada por Ogoro, no sé por qué, pero me excité a más no poder, y tuve una eyaculación precoz.
A la mañana siguiente, nada más despertarme llamé por teléfono. Cuando intentaba ponerme en contacto con mi colega delincuente, no lo logré, quizá porque así lo habían decidido los altos mandos policiales, o porque Dodoyama no le había pasado la llamada. Pero, por lo que el inspector de policía me dijo, Ogoro seguía sin salir de mi casa. Yo quería hacerle llegar algo, así que le pedí a Dodoyama que enviara a un policía hasta la ventana del cuarto de baño y colgué el teléfono. Pensando que me había ido aproximando al siguiente peldaño de la violencia, me decidí a subirlo. Fue duro, pero si no lo hacía perderían sentido todos mis actos. Así fue como corté de cuajo el dedo meñique del hijo de Ogoro. Era el de la mano derecha, el que le había partido la noche anterior. Cuando manifesté mi propósito de cortárselo tras haber cogido un cuchillo de la cocina, la esposa de Ogoro y su hijo se postraron en el suelo llorando y gimiendo. Pero yo no tuve clemencia. Le corté el dedo meñique de la mano derecha en la mesa del comedor, apretando con todas mis fuerzas, y el crío se desmayó. A la esposa de Ogoro, trastornada, le dio la risa tonta, y como estuvo bastante tiempo sin cortarle la hemorragia de la sección amputada, la sangre fue corriendo a raudales por el suelo de la cocina. Exprimí bien la sangre que manaba del dedo meñique amputado, lo metí en un sobre, me fui al baño para retirar de la ventanita todos los clavos que había puesto el día anterior, y la abrí. Debajo había un policía en posición de firmes. En cuanto me vio, empezó a jugar con las palabras para intentar convencerme, pero yo me limité a entregarle el sobre sin decir ni mu. Tres cámaras situadas a unos metros detrás del poli enfocaron sus objetivos hacia mí. Me imaginaba el pie de foto en los periódicos: «Ido entregando a un policía el dedo pequeño de Rokurō». Pocos minutos después, Dodoyama, estupefacto tras observar el contenido del sobre, me llamó por teléfono profiriendo gritos de qué era aquello, pero para entonces yo ya no tenía oídos para nada. Si hubiera prestado oídos a eso, no habría tenido necesidad de hacer lo que había hecho. Me parecía incomprensible que no lo entendieran ni el poli de antes, ni Dodoyama ni los policías en general. Pedí de nuevo que le entregaran sin falta a Ogoro el sobre con el dedo. Y estaba convencido de que la policía se lo entregaría. El sadismo de toda la sociedad, incluidos la policía y los medios de comunicación, no tenía por qué convencernos, al darse cuenta de la escalada de nuestra lucha. El diario de la mañana no se repartió, y tampoco el vespertino, pero por lo que vi en televisión, el acto cruel de haberle cortado el dedo al crío había generado la opinión de que yo era un criminal más peligroso que Ogoro, cosa que me tranquilizó. Al ver el dedo meñique, Ogoro se habría incendiado de ira, y cada vez que me imaginaba que, como revancha, le estuviera cortando el dedo meñique a mi propio hijo, temblaba de ira, una ira que dirigí contra la sociedad, la policía y los medios de comunicación. Lo que hacía entonces era contemplar el paisaje exterior a través del baño o de la cocina y disparar contra las personas a las que descubría queriendo acercarse hacia mí. Por lo general, no acertaba. Sólo en una ocasión le di en el pie a un locutor micrófono en ristre. Se cayó al suelo y, dejando de lado la serenidad y la apostura de que había hecho gala hasta ese momento, desahogó su cólera gritando impetuosamente por el micrófono. El hijo de Ogoro recobró la conciencia poco después del mediodía y, a partir de entonces, no paró de gritar por el intenso dolor que sentía, dando saltos como si fuera una gamba. La medicación a base de analgésicos ya no le hacía efecto por muchos que tomara, y además se iban agotando. La mujer de Ogoro perdía el oremus de vez en cuando y se ponía a tararear alguna canción pop demencial, o bien se ponía a reír frívolamente levantando la vista. Pero cada vez que recobraba la cordura, se ponía a llorar y abrazaba a su hijo, que sufría un alto grado de excitación. Fue entonces cuando me convencí claramente de que yo no era una víctima. Tanto Ogoro como yo éramos agresores y no víctimas, y la sociedad, a la que pertenecían la policía y los medios de comunicación, ya no era una agresora con respecto a Ogoro y a mí, sino lo mismo que con respecto a los conflictos internos que armaban los estudiantes del nuevo movimiento izquierdista, es decir, algo así como un conjunto de meros espectadores que, en ciertos casos, incluso tenían que adoptar el papel de víctimas. Pero a mí esa sociedad me daba ya lo mismo. Para mí, el mundo exterior se circunscribía a Ogoro y a mi casa, donde estaba mi familia, y lo que se llama «sociedad» no era más que algo útil para transmitir un mensaje a ese mundo exterior. Esa noche volví a hacer el amor con la esposa de Ogoro junto al crío, que seguía sin poder dormir y lloraba y daba alaridos por el intenso dolor que sentía. Cada vez que recuperaba la cordura, la esposa de Ogoro no podía evitar apresurarse a realizar las tareas cotidianas, ya fuera cocinar, poner la lavadora, hacer el amor, etcétera. El caso es que aquella noche me deseó intensamente. Para prolongar en lo posible el acto, intenté distraerme disparando un tiro al techo cuando estaba en mitad del asunto. El estruendo alteró la tranquilidad que había vuelto a la ciudad en aquellas horas de la madrugada. El grito lastimero que profirió la mujer del vecino coreano al oír el disparo repercutió en la pared contigua. A la mañana siguiente, tras darme cuenta de que lo que había conseguido con el disparo no fue más que adelantar la eyaculación, me enteré por la televisión de que Ogoro seguía atrincherado en mi casa, así que me apresuré a amputarle a su hijo el dedo anular de la mano derecha. La esposa de Ogoro se abrazó al crío, que había sufrido una lipotimia y estaba tendido en el suelo sin poder reír ni llorar, con la mirada perdida. Poco después del mediodía, varias horas después de llamar a Dodoyama para que encargara al madero de antes que viniera a recoger el dedo anular, me telefoneó diciendo que Ogoro le había pedido a un policía que me trajera un encargo, y me avisó para que no le disparara al acercarse a la ventana de la cocina. Lo que me trajo el poli fue, como yo esperaba, el dedo meñique de mi hijo. Ogoro había respondido a la provocación. Pensando que todo avanzaba según lo previsto, reí disimuladamente y, al punto, le amputé al crío el dedo corazón de la mano derecha. En el momento en que vi su cara blanca como el papel al perder el conocimiento, me di cuenta de que a esas alturas mi propio hijo estaría en esas mismas condiciones, y eyaculé sin querer, en medio de una enorme tristeza y dolor, mientras le cortaba el dedo con el cuchillo de cocina. La ira hacia la sociedad disminuyó algo con respecto al poli que se limitaba a entregar los dedos. Posteriormente, mi objetivo era mantener mi estoicismo asumiendo plenamente el papel de agresor, y sólo tenía confianza en el principio de mi propio placer, que se supone debía haber terminado sin sentir desagrado mientras siguiera manteniéndolo. Fiel a ese principio, seguí haciendo el amor con la enajenada esposa de Ogoro mientras miraba de reojo al pequeño, que se estaba desangrando desde el mediodía y seguía sin recuperar el conocimiento, debatiéndose entre la vida y la muerte. Y por la noche volvimos a hacer el amor. A la mañana siguiente recibí el dedo anular de mi propio hijo. Enseguida le corté el dedo índice al crío de Ogoro, pero ya no le salía mucha sangre. Tres horas después de haberle entregado el dedo índice al policía, el pequeño murió. Mantuve su cadáver en el interior de la casa. Al fin y al cabo, le quedaban seis dedos sin amputar, y Ogoro no tenía forma de saber si se los había cortado estando vivo o muerto. Cada día Ogoro y yo nos intercambiábamos uno o dos dedos de nuestros hijos y se los confiábamos al poli. En televisión se informaba de que, dada la situación, era de suponer que los niños hubiesen muerto, y llegó el momento en que al hijo de Ogoro sólo le quedaron dos dedos. En la nevera ya no quedaba comida, se nos agotaron hasta las latas, así que tanto la mujer de Ogoro como yo empezamos a tener hambre. Llegué a pensar en comerme el cadáver del crío, pero desistí. No porque fuera carne humana, no, sino porque estaba empezando a pudrirse. Una vez cortados todos los dedos del niño, me quedé sin material que confiarle al poli; por eso decidí amputarle el dedo meñique a la esposa de Ogoro. En el momento en que se lo iba a cortar, llegué a dudar por un instante si se trataba de mi propia esposa o de la de Ogoro, y, al contemplar cómo ésta se miraba fijamente su mano derecha amputada, me excité imaginando la figura de mi esposa, que estaría en la misma situación, y la seduje. Sentía la necesidad de hacer el amor sin parar con la esposa de Ogoro, que estaba sumida en una serena locura. Lo hacía para que no me carcomiera la cordura. Temía que me hubiera sobrevenido una auténtica locura completamente distinta a la forma de ver y de pensar de la sociedad, que ya juzgaba que estaba loco por los actos que había cometido. Poco después me llegó un dedo meñique de mi esposa enviado por Ogoro. Enseguida le amputé a la esposa de Ogoro el dedo anular de la mano derecha. Y empezó el intercambio de dedos de las respectivas esposas. Casi cuando la mujer de Ogoro se estaba quedando ya sin dedos en la mano derecha, falleció. Estaba seguro de que también mi esposa y mi hijo habrían muerto. Ya no quedábamos más que Ogoro y yo, y la sociedad; una sociedad que incluso se iba alejando poco a poco de nosotros. Dejamos de aparecer en las noticias de televisión, y de las inmediaciones de las casas fueron desapareciendo la policía, los medios de comunicación y los mirones. Sólo dos o tres veces al día venía el policía de turno con los dedos, como si se tratara de un cartero. También él llegó a preguntarse poco a poco qué es lo que hacía, y a veces, sólo por curiosidad, inclinaba un poco la cabeza a un lado con aire de duda y se quedaba mirándome desde debajo de la ventana de la cocina o del baño. Cuando se acabaron los dedos que le entregaba, hasta el policía dejó de venir. Debilitado y sin fuerzas en la mano, cogí el auricular y lo apliqué lentamente al oído. Ya no era Dodoyama quien cogía el teléfono, sino Ogoro. Los policías se retiraron y decidieron dejarnos a Ogoro y a mí a nuestro aire, así que pudimos hablar directamente por teléfono. Al escuchar la voz de Ogoro, que había perdido parte de su cordura, me sentí orgulloso de estar cuerdo todavía. Con un sentimiento de superioridad, le manifesté lo siguiente: —Y bien, lo próximo que voy a hacer es cortarme el dedo meñique, que lo sepas.