La escritura de Dios
Jorge Luis Borges
La cárcel es
profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el
piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que
agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro
medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la
bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que
Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos
iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga
ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una
trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una
roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y
trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al
jaguar.
He perdido la
cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y
podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura
de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de
pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia,
levantarme del polvo.
La víspera del
incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me
castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro
escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me
abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me
rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en
mi vida mortal.
Urgido por la
fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en
mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el
número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui
revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una
noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el
viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el
recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de
los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de
la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de
manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar.
Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que
perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre,
en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría
acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una
cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la
inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me
animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra
hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía
ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o
el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las
montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios
conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento
hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan.
Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los
cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara
estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese
afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma
se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios
confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se
engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los
últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente
laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar
un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una
confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos
años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada
me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas
que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas
trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían.
Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las
fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible
descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me
inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios.
¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré
que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo
entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y
tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que
fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el
lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los
hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo,
sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme
pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en
esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al
universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que
equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las
ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una
noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso
de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de
arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo
moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto
esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me
sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un
sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es
el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es
interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."
Me sentí perdido.
La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede
matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me
despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las
manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se
confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga,
sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote
del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé
como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije
el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la
piedra.
Entonces ocurrió
lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el
universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos:
hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una
espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba
delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un
tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se
veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán,
que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de
Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos,
y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de
entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los
íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común.
Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las
tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron
las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos
procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé
también a entender la escriturad del tigre.
Es una fórmula de
catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz
alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de
piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal,
para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos
españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta
sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió
Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de
Tzinacán.
Que muera conmigo
el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo,
quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un
hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese
hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel
otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso
no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la
oscuridad.
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