El muerto
Jorge Luis Borges
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un
triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se
interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a
capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo
entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien
acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en
su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los
detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y
ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años.
Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de
reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre
valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata
necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da
una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca,
la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles
de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con
Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del
Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra;
Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor
del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero,
una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de
poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al
saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.)
Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser
contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el
negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le
atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con
la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y
luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja,
ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los
hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa
noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo
inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires.
Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió,
borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con
los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su
derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón
lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora
nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo
Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo
pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo
un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una
tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a
Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una
vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo.
Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre,
porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten
el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos)
ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se
ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año
se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a
carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a
resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el
silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a
Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira
es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los
gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira
nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería
rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de
inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora
entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal
es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone
ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la
frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno
de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una
oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo.
Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande);
llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último
patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con
temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la
caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea.
Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón
que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente
desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de
armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira
yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo
define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora
nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo
subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría
para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado.
Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa
con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de
la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas
de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte.
Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la
interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y
el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es
guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no
tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que
hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora
comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible.
Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes
políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y
una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de
intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete
sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el
capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una
manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a
hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan
que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un
colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero
chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es
un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho,
que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo
resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o
adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo
Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la
satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando
veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura
tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo
Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le
confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van
aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a
Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El
universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía,
ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense;
Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le
atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro
en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la
piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras
versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido
en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el
jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por
una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro
comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien
infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa,
Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre
júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino.
Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la
noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien
recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de
la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a
medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el
jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere
resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre
Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano
Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que
desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte,
que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban
por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.
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