El hombre en el umbral
Jorge Luis Borges
Bioy Casares
trajo de Londres un curioso puñal de hoja triangular y empuñadora en forma de
H; nuestro amigo Christopher Dewey, del Consejo Británico, dijo que tales armas
eran de uso común en el Indostaní. Ese dictamen lo alentó a mencionar que había
trabajado en aquel país, entre las dos guerras (Ultra Auroram et Gangen,
recuerdo que dijo en latín, equivocando un verso de Juvenal). De las historias
que esa noche contó, me atrevo a reconstruir la que sigue. Mi texto será fiel:
líbreme Alá de la tentación de añadir breves rasgos circunstanciales o de
agravar, con interpolaciones de Kipling, el cariz exótico del relato. Este, por
lo demás, tiene un antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso
el de las Mil y una Noches.
***
“La exacta
geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco. Además, ¿qué
precisión guardan en Buenos Aires los nombres de Amristsar o de Udh? Básteme,
pues, decir que en aquellos años hubo disturbios en una ciudad musulmana y que
el gobierno central envió a un hombre fuerte para imponer el orden. Ese hombre
era escocés, de un ilustre clan de guerreros, y en la sangre llevaba la
tradición de violencia. Una sola vez lo vieron mis ojos, pero no olvidaré el
cabello muy negro, los pómulos salientes, la ávida nariz y la boca, los anchos
hombros, la fuerte osatura de viking. David Alexander Glencairn se llamará esta
noche en mi historia; los dos nombres conviene, porque fueron de reyes que
gobernaron con un cetro de hierro. David Alexander Glencairn (me tendré que
habituar a llamarlos alí) era, lo sospecho, un hombre temido; el mero anuncio
de su advenimiento bastó para apaciguar la ciudad. Ello no impidió que
decretara diversas medidas enérgicas. Unos años pasaron. La ciudad y el
distrito estaban en paz: sikhs y musulmanes habían depuesto las antiguas
discordias y de pronto Glencairn desapareció. Naturalmente, no faltaron rumores
de que lo habían secuestrado o matado.
Estas cosas
las supe por mi jefe, porque la censura era rígida y los diarios no comentaron
(ni siquiera registraron, que yo recuerde) la desaparición de Glencairn, tal
vez ominipotente en la ciudad que una firma al pies de un decreto le destinó,
era una mera cifra en los engranajes de la administración del Imperio. Las
pesquisas de la policía local fueron del todo vanas; mi jefe pensó que un
particular podría infundir menos recelo y alcanzar mejor éxito. Tres o cuatro
días después (las distancias en la Indica son generosas) yo fatigaba sin mayor
esperanza las calles de la opaca ciudad que había escamoteado a un hombre.
Sentí, casi
inmediatamente, la infinita presencia de una conjuración para ocultar la suerte
de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar) que no sepa el
secreto y que no haya jurado guardarlo. Los más, interrogados, profesaban una
ilimitada ignorancia; no sabían quién era Glencairn, no lo habían visto nunca,
jamás oyeron hablar de él. Otros, en cambio, lo habían divisado hace un cuarto
de hora hablando con Fulano de Tal, y hasta me acompañaban a la casa en que
entraron los dos, y en la que nada sabían de ellos, o que acababan de dejar en
ese momento. A alguno de esos mentirosos precisos le di con el puño en la cara.
Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron otras mentiras. No las creí,
pero no me atreví a desoírlas. Una tarde me dejaron un sobre con una tira de
papel en la que había unas señas...
El sol había
declinado cuando llegué. El barrio era popular y humilde; la casa era muy baja;
desde la acera entreví una sucesión de patios de tierra y hacia el fondo una
claridad. En el último patio se celebraba no se que fiesta musulmana; un ciego
entró con un laúd de madera rojiza.
A mis pies,
inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré
como era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían
reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres
a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que
le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el crepúsculo alzó hacia mí una cara
oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin preámbulos, porque ya había perdido
toda esperanza, de David Alexander Glencairn. No me entendió (tal vez no me
oyó) y hube de explicar que era un juez y que yo lo buscaba. Sentí, al decir
estas palabras, lo irrisorio de interrogar a aquel hombre antiguo, para quien
el presente era apenas un indefinido rumor. Nuevas de la Rebelión o de Akbar
podría dar este hombre (pensé) pero no de Glencairn. Lo que me dijo confirmó
esta sospecha.
—¡Un juez!
–articuló con débil asombro—. Un juez que se ha perdido y lo buscan. El hecho
aconteció cuando yo era niño. No se de fechas, pero no había muerto aún Nikal
Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El tiempo que se fue queda en la
memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que entonces pasó. Dios había
permitido, en su cólera, que la gente se corrompiera; llenas de maldición
estaban las bocas y de engaños y fraude. Sin embargo, no todos eran perversos,
y cuando se pregonó que la reina iba a mandar un hombre que ejecutaría en este
país la ley de Inglaterra, los menos malos se alegraron, porque sintieron que
la ley es mejor que el desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y
oprimir, en paliar delitos abominables y en vender decisiones. No lo culpamos,
al principio; la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y
los aparentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas
razones. Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar, pero su
afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria, y al fin
hubimos de admitir que era simplemente un malvado. Llegó a ser un tirano y la
pobre gente (para vengarse de la errónea esperanza que alguna vez pusieron en
él) dio en jugar con la idea de secuestrarlo y someterlo a juicio. Hablar no
basta; de los designios tuvieron que pasar a las obras. Nadie, quizá, fuera de
los muy simples o los muy jóvenes, creyó que ese propósito temerario podría
llevarse a cabo, por miles de sikhs y de musulmanes cumplieron su palabra y un
día ejecutaron, incrédulos, lo que a cada uno de ellos había parecido
imposible. Secuestraron al juez y le dieron por cárcel una alquería en un
apartado arrabal. Después apalabraron a los sujetos agraviados por él, o (en
algún caso) a los huérfanos y a las viudas, porque la espada del verdugo no
había descansado en aquellos años. Por fin –esto fue quizá lo más arduo—
buscaron y nombraron un juez para juzgar al juez.
Aquí lo
interrumpieron unas mujeres que entraban en la casa.
Luego
prosiguió, lentamente:
—Es fama que
no hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que secretamente
apuntalan el universo y lo justifican ante el Señor: uno de esos varones
hubiera sido el juez más cabal. ¿Pero dónde encontrarlos, si andan perdidos por
el mundo y anónimos y no se reconocen cuando se ven y ni ellos mismos saben el
alto ministerio que cumplen? Alguien entonces discurrió que si el destino nos
vedaba a los sabios, había que buscar a los insensatos. Esta opinión
prevaleció. Alcoranistas, doctores de la ley, skinhs que llevan el nombre de
leones y que adoran a un Dios, hindúes que adoran muchedumbres de dioses,
monjes de mahavira que enseñan que la forma del universo es la de un hombre con
las piernas abiertas, adoradores del fuego y judíos negros integraron el
tribunal, pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco.
Aquí lo
interrumpieron unas personas que se iban de la fiesta.
—De un loco—
repitió— para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las
soberbias humanas. Su nombre se ha perdido o nunca se supo, pero andaba desnudo
por estas calles, o cubierto de harapos, contándose los dedos con el pulgar y
haciendo mofa de los árboles.
Mi buen
sentido se reveló. Dije que entregar a un loco la decisión era invalidar el
proceso.
—El acusado
aceptó al juez— fue la contestación—.
Acaso
comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían si los dejaban en
libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte. He oído que se
rió cuando le dijeron quién era el juez. Muchos días y noches duró el proceso,
por lo crecido del número de testigos.
Se calló. Una
preocupación lo trabajaba. Por decir algo, pregunté cuántos días.
—Por lo
menos, diecinueve —replicó. Gente que se iba de la fiesta lo volvió a
interrumpir; el vino está vedado a los musulmanes, pero las caras y las voces
parecían de borrachos. Uno le gritó algo, al pasar.
—Diecinueve
días, precisamente —rectificó—. El perro infiel oyó la sentencia, y el cuchillo
se cebó en su garganta.
Hablaba con
alegre ferocidad. Con otra voz dio fin a la historia:
—Murió sin
miedo; en los más viles hay alguna virtud.
—¿Dónde
ocurrió lo que has contado? —le pregunté—. ¿En una alquería?
Por primera
vez me miró en los ojos. Luego aclaró con lentitud, midiendo las palabras:
—Dije que en
una alquería le dieron cárcel, no que lo juzgaron ahí. En esta ciudad lo
juzgaron: en una casa como todas, como ésta. Una casa no puede díferir de otra:
lo que importa es saber si está edificada en el infierno o en el cielo.
Le pregunté
por el destino de los conjurados.
—No sé —me
dijo con paciencia—. Estas cosas ocurrieron y se olvidaron hace ya muchos años.
Quizá los condenaron los hombres, pero no Dios.
Dicho lo
cual, se levantó. Sentí que sus palabras me despedían y que yo había cesado
para él, desde aquel momento. Una turba hecha de hombres y mujeres de todas las
naciones del Punjab se desbordó, rezando y cantando, sobre nosotros y casi nos
barrió: me azoró que de patios tan angostos, que eran poco más que largos
zaguanes, pudiera salir tanta gente. Otros salían de las casas del vecindario:
sin duda habían saltado las tapias... A fuerza de empujones e imprecaciones me
abrí camino. En el último patio me crucé con un hombre desnudo, coronado de
flores amarillas, a quien todos besaban y agasajaban, y con una espada en la
mano. La espada estaba sucia, porque había dado muerte a Glencairn, cuyo
cadáver mutilado encontré en las caballerizas del fondo”.
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