sábado, 4 de marzo de 2017

La tempestad de nieve - Alexandr Pushkin

La tempestad de nieve

Alexandr Pushkin


A finales de 1811, en tiempos de grata memoria, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Era famoso en toda la región por su hospitalidad y carácter afable; los vecinos visitaban constantemente su casa, unos para comer, beber, o jugar al boston a cinco kopeks con su esposa, y otros para ver a su hija, María Gavrílovna, una muchacha esbelta, pálida y de diecisiete años. Se la consideraba una novia rica y muchos la deseaban para sí o para sus hijos.

María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. El elegido de su amor era un pobre alférez del ejército que se encontraba de permiso en su aldea. Sobra decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al descubrir la mutua inclinación, prohibieron a la hija pensar siquiera en él, y en cuanto al propio joven, lo recibían peor que a un asesor retirado.

Nuestros enamorados se carteaban y todos los días se veían a solas en un pinar o junto a una vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían todo género de proyectos. En sus cartas y conversaciones llegaron a la siguiente (y muy natural) conclusión: si no podemos ni respirar el uno sin el otro y si la voluntad de los crueles padres entorpece nuestra dicha, ¿no podríamos prescindir de este obstáculo? Por supuesto que la feliz idea se le ocurrió primero al joven y agradó muchísimo a la imaginación romántica de María Gavrílovna.

Llegó el invierno y puso término a sus citas, pero la correspondencia se hizo más viva. En cada carta Vladímir Nikoláyevich suplicaba a su amada que confiara en él, que se casaran en secreto, se escondieran durante un tiempo y luego se postraran a los pies de sus padres, quienes, claro está, al fin se sentirían conmovidos ante la heroica constancia y la desdicha de los enamorados y les dirían sin falta:

-¡Hijos, vengan a nuestros brazos!

María Gavrílovna dudó largo tiempo; se rechazaron muchos planes de fuga. Pero al final aceptó: el día señalado debía no cenar y retirarse a sus habitaciones bajo la excusa de una jaqueca. Su doncella estaba en la conspiración; las dos tenían que salir al jardín por la puerta trasera, tras el jardín llegar hasta un trineo listo para partir y dirigirse a cinco verstas de Nenarádovo, a la aldea de Zhádrino, directamente a la iglesia, donde Vladímir las estaría esperando.

En vísperas del día decisivo María Gavrílovna no durmió en toda la noche; arregló sus cosas, recogió su ropa interior y los vestidos, escribió una larga carta a una señorita muy sentimental, amiga suya, y otra a sus padres. Se despedía de ellos en los términos más conmovedores, justificaba su acto por la invencible fuerza de la pasión, y acababa diciendo que el día en que se le permitiera arrojarse a los pies de sus amadísimos padres lo consideraría el momento más sublime de su vida.

Tras sellar ambas cartas con una estampilla de Tula, en la que aparecían dos corazones llameantes con una inscripción al uso, justo antes del amanecer, se dejó caer sobre la cama y se quedó adormecida. Pero también entonces a cada instante la desvelaban imágenes pavorosas. Ora le parecía que en el momento en que se sentaba en el trineo para ir a casarse, su padre la detenía, la arrastraba por la nieve con torturante rapidez y la lanzaba a un oscuro subterráneo sin fondo… y ella se precipitaba al vacío con un inenarrable pánico en el corazón. Ora veía a Vladímir caído sobre la hierba, pálido y ensangrentado. Y éste, moribundo, le imploraba con gritos estridentes que se apresurara a casarse con él… Otras visiones horrendas e insensatas corrían una tras otra por su mente.

Por fin se levantó, más pálida que de costumbre y con un ya no fingido dolor de cabeza. Sus padres se apercibieron de su desasosiego; la delicada inquietud e incesantes preguntas de éstos -«¿Qué te pasa, Masha? Masha, ¿no estarás enferma?»- le desgarraban el corazón. Ella se esforzaba por tranquilizarlos, por parecer alegre, pero no podía.

Llegó la tarde. La idea de que era la última vez que pasaba el día entre su familia le oprimía el corazón. Estaba medio viva: se despedía en secreto de todas las personas, de todos los objetos que la rodeaban. Sirvieron la cena. Su corazón se puso a latir con fuerza. Con voz temblorosa anunció que no le apetecía cenar y se despidió de sus padres. Éstos la besaron y la bendijeron, como era su costumbre: ella casi se echa a llorar. Al llegar a su cuarto se arrojó sobre el sillón y rompió en llanto. La doncella la convencía de que se calmara y recobrara el ánimo. Todo estaba listo. Dentro de media hora Masha debía dejar para siempre la casa paterna, su habitación, su callada vida de soltera…

Afuera había nevasca. El viento ululaba, los postigos temblaban y daban golpes; todo se le antojaba una amenaza y un mal presagio. Al poco en la casa todo calló y se durmió. Masha se envolvió en un chal, se puso una capa abrigada, tomó su arqueta y salió al porche trasero. La sirvienta tras ella llevaba dos hatos. Salieron al jardín. La ventisca no amainaba; el viento soplaba de cara, como si se esforzara por detener a la joven fugitiva. A duras penas llegaron hasta el final del jardín. En el camino las esperaba el trineo. Los caballos, ateridos de frío, no paraban quietos; el cochero de Vladímir se movía ante las varas, reteniendo a los briosos animales. Ayudó a la señorita y a su doncella a acomodarse y a colocar los bultos y la arqueta, tomó las riendas, y los caballos echaron a volar.

Tras encomendar a la señorita al cuidado del destino y al arte del cochero Terioshka, prestemos atención ahora a nuestro joven enamorado.

Vladímir estuvo todo el día yendo de un lado a otro. Por la mañana fue a ver al sacerdote de Zhádrino, consiguió persuadirlo, luego se fue a buscar padrinos entre los terratenientes del lugar. El primero a quien visitó, el corneta retirado Dravin, un hombre de cuarenta años, aceptó de buen grado. La aventura decía que le recordaba los viejos tiempos y las calaveradas de los húsares. Convenció a Vladímir de que se quedara a comer con él y le aseguró que con los otros dos testigos no habría problema. Y, en efecto, justo después de comer se presentaron el agrimensor Schmidt, con sus bigotes y sus espuelas, y un muchacho de unos dieciséis años, hijo del capitán jefe de la policía local, que hacía poco había ingresado en los ulanos. Ambos no sólo aceptaron la propuesta de Vladímir sino incluso le juraron estar dispuestos a dar la vida por él. Vladímir los abrazó lleno de entusiasmo y se marchó a casa para hacer los preparativos.

Hacía tiempo que ya era de noche. Vladímir envió a su fiel Terioshka con la troika a Nenarádovo con instrucciones detalladas y precisas, y para sí mismo mandó preparar un pequeño trineo de un caballo, y solo, sin cochero, se dirigió a Zhádrino, donde al cabo de unas dos horas debía llegar también María Gavrílovna. Conocía el camino y sólo tendría unos veinte minutos de viaje.

Pero, en cuanto Vladímir dejó atrás las casas para internarse en el campo, se levantó viento y se desató una nevasca tal que no pudo ver nada. En un minuto el camino quedó cubierto de nieve, el paisaje desapareció en una oscuridad turbia y amarillenta a través de la que volaban los blancos copos de nieve; el cielo se fundió con la tierra. Vladímir se encontró en medio del campo y quiso inútilmente retornar de nuevo al camino; el caballo marchaba a tientas y a cada instante daba con un montón de nieve o se hundía en un hoyo; el trineo volcaba a cada momento. Vladímir no hacía otra cosa que esforzarse por no perder la dirección que llevaba. Pero le parecía que ya había pasado media hora y aún no había alcanzado el bosque de Zhádrino. Pasaron otros diez minutos y el bosque seguía sin aparecer. Vladímir marchaba por un llano surcado de profundos barrancos. La ventisca no amainaba, el cielo seguía cubierto. El caballo empezaba a agotarse, y el joven, a pesar de que a cada momento se hundía en la nieve hasta la cintura, estaba bañado en sudor.

Al fin Vladímir se convenció de que no iba en la buena dirección. Se detuvo, se puso a pensar, intentando recordar, hacer conjeturas, y llegó a la conclusión de que debía doblar hacia la derecha. Torció a la derecha. Su caballo apenas avanzaba. Ya llevaba más de una hora de camino. Zhádrino no debía estar lejos. Marchaba y marchaba, y el campo no tenía fin. Todo eran montones de nieve y barrancos: el trineo volcaba sin parar y él lo enderezaba una y otra vez. El tiempo pasaba; Vladímir comenzó a preocuparse de veras.

Por fin algo oscuro asomó a un lado. Vladímir dio la vuelta hacia allá. Al acercarse vio un bosque. Gracias a Dios, pensó, ya estamos cerca. Siguió a lo largo del bosque con la esperanza de llegar en seguida a la senda conocida o de rodearlo; Zhádrino se encontraba justo detrás. Encontró pronto la pista y se internó en la oscuridad de los árboles que el invierno había desnudado. Allí el viento no podía campar por sus fueros, el camino estaba liso, el caballo se animó y Vladímir se sintió más tranquilo.

Y sin embargo, seguía y seguía, y Zhádrino no aparecía por ninguna parte: el bosque no tenía fin. Vladímir comprobó con horror que se había internado en un bosque desconocido. La desesperación se apoderó de él. Fustigó el caballo, el pobre animal primero se lanzó al trote, pero pronto comenzó a aminorar la marcha y al cuarto de hora, a pesar de todos los esfuerzos del desdichado Vladímir, avanzó al paso.

Poco a poco los árboles comenzaron a clarear y Vladímir salió del bosque: Zhádrino no se veía. Debía de ser cerca de la medianoche. Las lágrimas saltaron de sus ojos, y marchó a la buena de Dios. El temporal se calmó, las nubes se alejaron, ante él se extendía una llanura cubierta de una alfombra blanca y ondulada. La noche era bastante clara. Vladímir vio no lejos una aldehuela de cuatro o cinco casas y se dirigió hacia ella. Junto a la primera isba saltó del trineo, se acercó corriendo a la ventana y llamó. Al cabo de varios minutos se levantó el postigo de madera y un viejo asomó su blanca barba.

-¿Qué quieres?

-¿Está lejos Zhádrino?

-¿Si está lejos Zhádrino?

-¡Sí, sí! ¿Está lejos?

-No mucho. Habrá unas diez verstas.

Al oír la respuesta Vladímir se agarró de los pelos y se quedó inmóvil, como un hombre al que hubieran condenado a muerte.

-¿Y tú, de dónde eres? -prosiguió el viejo.

Vladímir no estaba para preguntas.

-Oye, abuelo -le dijo al viejo-. ¿No podrías conseguirme unos caballos hasta Zhádrino?

-¿Nosotros, caballos? -dijo el viejo.

-¿Podrías al menos conseguirme un guía? Le pagaré lo que pida.

-Espera -dijo el viejo soltando el postigo-. Te mandaré a mi hijo; él te acompañará.

Vladímir se quedó esperando. No pasó un minuto que llamó de nuevo a la ventana. El postigo se levantó y apareció la barba.

-¿Qué quieres?

-¿Qué hay de tu hijo?

-Ahora sale. ¿No te habrás helado? Entra a calentarte.

-Te lo agradezco. Manda cuanto antes a tu hijo.

Las puertas chirriaron: salió un muchacho con un perro que echó a andar por delante, unas veces indicando el camino, otras buscándolo entre los montones de nieve que lo habían cubierto.

-¿Qué hora es? -le preguntó Vladímir.

-Pronto ha de amanecer -respondió el joven mujik, y Vladímir ya no dijo ni una sola palabra más.

Cantaban los gallos y había amanecido cuando lograron llegar a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladímir pagó al guía y se dirigió a casa del sacerdote. Ante la casa no estaba su troika. ¡Qué noticia le aguardaba!

Pero volvamos a los buenos señores de Nenarádovo y veamos que ocurría allí.

Pues nada.

Los viejos se levantaron y fueron al salón. Gavrila Gavrílovich, con su gorro de dormir y chaquetón de paño, y Praskovia Petrovna, con su bata guateada. Sirvieron el samovar, y Gavrila Gavrílovich mandó a la muchacha que se fuera a enterar de cómo se encontraba de salud María Gavrílovna y si había descansado bien. La muchacha regresó e informó a los señores que la señorita había dormido mal, pero que ahora decía que se encontraba mejor y que al rato vendría al salón. Y, en efecto, la puerta se abrió y María Gavrílovna se acercó a saludar a su padre y a su madre.

-¿Qué tal tu cabeza, Masha? -preguntó Gavrila Gavrílovich.

-Mejor, papá -respondió Masha.

-Seguro que ayer te atufaste -dijo Praskovia Petrovna.

-Puede ser, mamá -contestó Masha.

El día pasó felizmente, pero por la noche Masha se encontró muy mal. Mandaron a buscar al médico en la ciudad. Éste llegó al anochecer y encontró a la enferma delirando. Se le declararon unas fuertes calenturas, y la pobre enferma estuvo durante dos semanas al borde de la muerte.

Nadie en la casa sabía del intento de fuga. Las cartas que escribió la víspera fueron quemadas: su doncella, temiendo la ira de los señores, no dijo nada a nadie. El sacerdote, el corneta retirado, el agrimensor de bigotes y el pequeño ulano fueron discretos, y no en vano. Terioshka el cochero nunca decía nada de más, ni siquiera cuando estaba bebido. De modo que la media docena larga de conjurados guardaron bien el secreto. Pero la propia María Gavrílovna, que deliraba sin parar, lo ponía al descubierto. Sin embargo, sus palabras eran tan confusas que la madre, que no se apartaba de su lado, sólo pudo deducir de ellas que su hija estaba locamente enamorada de Vladímir Nikoláyevich y que, probablemente, el amor era la causa de su dolencia.

La mujer consultó con su marido, con algunos vecinos, y, finalmente, todos llegaron a la unánime conclusión de que, al parecer, aquel era el sino de María Gavrílovna, que contra el destino todo es inútil, que la pobreza no es pecado, que no se vive con el dinero sino con el compañero, y así sucesivamente. Los proverbios morales son asombrosamente útiles en los casos en que, por mucho que lo intentemos, no se nos ocurre nada para justificarnos.

Entretanto, la señorita empezó a reponerse. A Vladímir hacía mucho tiempo que no se le veía en casa de Gavrila Gavrílovich. El joven estaba escarmentado por los recibimientos de rigor. Decidieron mandar a buscarlo y anunciarle la inesperada y feliz decisión: el consentimiento para la boda. ¡Pero cuál no sería el asombro de los señores de Nenarádovo cuando, en respuesta a la invitación, recibieron de él una carta más propia de un loco! En ella les informaba que jamás volvería a poner los pies en aquella casa, y les rogaba que se olvidaran de él, pues para un hombre tan desdichado como él no quedaba más esperanza que la muerte. Al cabo de unos días se enteraron de que Vladímir se había incorporado al ejército. Esto sucedía en 1812.

Durante largo tiempo nadie se atrevió a informar del hecho a la convaleciente Masha. Ésta nunca mencionaba a Vladímir. Al cabo ya de varios meses, al descubrir su nombre entre los oficiales distinguidos y gravemente heridos en la batalla de Borodinó, Masha se desmayó, y se temió que le retornaran las calenturas. Pero, gracias a Dios, el desmayo no tuvo consecuencias.

Otra desgracia cayó sobre ella: falleció Gavrila Gavrílovich, dejándola heredera de toda la propiedad. Pero la herencia no la consoló; compartió sinceramente el dolor de la pobre Praskovia Petrovna y juró no separarse nunca de ella. Ambas dejaron Nenarádovo, lugar de tristes recuerdos, y se marcharon a vivir a sus tierras de ***.

También aquí los pretendientes revoloteaban en torno a la hermosa y rica joven: pero ella no daba la más pequeña esperanza a nadie. A veces su madre insistía en que debía elegir al compañero de su vida, pero María Gavrílovna negaba con la cabeza y se quedaba pensativa. Vladímir ya no existía: había muerto en Moscú, en vísperas de la entrada de los franceses. Su recuerdo era sagrado para Masha; al menos la joven guardaba todo lo que pudiera recordarle: los libros que un día él había leído, sus dibujos, las partituras y los versos que él había copiado para ella. Los vecinos, enterados de todo, se asombraban de su constancia y esperaban con curiosidad al héroe que debería, al fin, acabar venciendo la desdichada fidelidad de la virginal Artemisa.

Entretanto la guerra había acabado gloriosamente. Nuestros regimientos retornaban de allende las fronteras. El pueblo salía corriendo a su encuentro. Se entonaban las canciones conquistadas: Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Joconde. Los oficiales, que habían partido a la guerra siendo casi unos muchachos, regresaban, templados en el aire del combate, hechos unos hombres y cubiertos de cruces. Los soldados, en sus alegres charlas, entremezclaban a cada momento palabras alemanas y francesas. ¡Qué tiempo inolvidable! ¡Días de gloria y de entusiasmo! ¡Con qué fuerza latía el corazón ruso ante la palabra patria! ¡Qué dulces las lágrimas en los encuentros! ¡Con qué unanimidad se fundía en nosotros el sentimiento del orgullo nacional con el amor al soberano! ¡Y para él, qué momento sublime!

Las mujeres, las mujeres rusas no tuvieron rival en aquel tiempo. Su habitual frialdad desapareció. Su entusiasmo era auténticamente embriagador cuando al recibir a los vencedores gritaban: «¡Hurra!

Y al aire sus cofias lanzaban

¿Qué oficial de aquel entonces no reconoce que debe a la mujer rusa la condecoración más noble y preciosa?…

En aquel tiempo esplendoroso María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de *** y no podía ver cómo las dos capitales celebraban el regreso de las tropas. Pero en los distritos y en los pueblos el entusiasmo general era tal vez aún mayor. La aparición de un oficial por aquellos lugares era para éste un auténtico paseo triunfal, y el enamorado vestido de frac lo pasaba mal a su lado.

Ya hemos dicho que, a pesar de su frialdad, María Gavrílovna seguía como antes rodeada de pretendientes. Pero todos debieron ceder su lugar cuando en el castillo de la doncella apareció el coronel de húsares Burmín, herido, con una cruz de San Jorge en el ojal y de una interesante palidez, como decían las damiselas del lugar. Tenía alrededor de veintiséis años. Había venido de permiso a su propiedad, vecina a la aldea de María Gavrílovna. María Gavrílovna le prestaba un interés particular. Ante él su acostumbrado semblante pensativo se animaba. No se podría decir que coqueteara con él, pero el poeta, ante el modo de comportarse de la joven, hubiera dicho:

Se amor non è, che dunque?

Burmín era realmente un joven muy agradable. Poseía justamente esa inteligencia que gusta a las mujeres: el saber del decoro y de la observación, carente de toda pretensión y dotado de una despreocupada ironía. Su actitud hacia María Gavrílovna era sencilla y libre; pero, cualquier cosa que dijera o hiciera ella, el alma y la mirada del joven no dejaban de seguirla. Parecía de un carácter callado y discreto, y si bien los rumores aseguraban que en su tiempo fue un terrible calavera, ello no empañaba su imagen ante María Gavrílovna, que (como todas las jóvenes en general) perdonaba de buen grado las travesuras que evidenciaban valentía y carácter encendido.

Pero sobre todo… (más que su delicadeza y agradable conversación, más que la interesante palidez, más que el brazo vendado), lo que alimentaba sobremanera su curiosidad e imaginación era el silencio del joven húsar. María Gavrílovna no podía ignorar que ella le gustaba mucho: probablemente, también él, con su inteligencia y saber, ya podía haber notado que ella le distinguía. ¿A qué se debía entonces que ella no lo hubiera visto postrado a sus pies ni oído su declaración de amor? ¿Qué lo retenía? ¿La timidez, inseparable de todo verdadero amor, el orgullo, o la coquetería de un astuto conquistador? Era para ella un enigma. Tras meditarlo bien, llegó a la conclusión de que la única razón para tal comportamiento era la timidez; se propuso animarlo mostrando hacia él mayor interés y, según las circunstancias, ternura incluso. Se preparaba para el desenlace más inesperado y aguardaba con impaciencia el momento de la romántica declaración de amor, pues el secreto, sea éste el que fuere, es siempre un peso difícil de llevar para el corazón de una mujer. Sus movimientos estratégicos lograron el éxito deseado: al menos Burmín se sumió en un estado de ensimismamiento tal y sus ojos negros se detenían en María Gavrílovna con tanto fuego, que el momento decisivo parecía próximo. Los vecinos ya hablaban de la boda como de una cosa hecha, y la buena Praskovia Petrovna se mostraba contenta de que, por fin, su hija hubiera encontrado un novio digno de ella.

Una día la anciana se hallaba sola en el salón haciendo un solitario, cuando Burmín entró en la habitación y al punto preguntó por María Gavrílovna.

-Está en el jardín -dijo la anciana-. Vaya a verla, que yo lo esperaré aquí.

Burmín salió, y la anciana se santiguó y se dijo: «¡Ojalá hoy se decida todo!»

Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, bajo un sauce, con un libro en las manos y vestida de blanco, como una verdadera heroína de novela. Tras las primeras preguntas María Gavrílovna dejó adrede de sostener la conversación, ahondando de este modo el embarazo mutuo y del cual tal vez sólo se podría salir con una repentina y decisiva declaración de amor. Y así sucedió: Burmín, sintiendo lo difícil de su situación, le dijo que hacía tiempo que buscaba el momento para abrirle su corazón y le rogó un minuto de su atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó la mirada en señal de asentimiento.

-La amo -dijo Burmín-, la quiero con pasión…

María Gavrílovna enrojeció y dejó caer aún más la cabeza

-He sido un imprudente al entregarme a una dulce costumbre, al hábito de verla y escucharla cada día…

María Gavrílovna recordó la primera carta de St.-Preux.

-Ahora ya es tarde para luchar contra mi destino; el recuerdo de usted, su imagen querida e incomparable, será a partir de ahora un tormento y una dicha para mi existencia; pero aún me queda un duro deber, descubrirle un horrible secreto y levantar así entre nosotros un insalvable abismo…

-Éste siempre ha existido -lo interrumpió vivamente María Gavrílovna-. Nunca hubiera podido ser su esposa…

-Lo sé -le dijo él en voz baja-. Sé que en un tiempo usted amó, pero la muerte y tres años de dolor… ¡Mi buena, mi querida María Gavrílovna! No intente privarme de mi único consuelo, de la idea de que usted hubiera aceptado hacer mi felicidad si… Calle, por Dios se lo ruego, calle. Me está usted torturando. Sí, lo sé, siento que usted hubiera sido mía, pero… soy la criatura más desgraciada del mundo… ¡estoy casado!

María Gavrílovna lo miró con asombro.

-¡Estoy casado -prosiguió Burmín-; hace más de tres años que lo estoy y no sé quién es mi mujer, ni dónde está, ni si la volveré a ver algún día!

-Pero ¿qué dice? -exclamó María Gavrílovna-. ¡Qué extraño! Siga, luego le contaré… pero siga, hágame el favor.

-A principios de 1812 -contó Burmín-, me dirigía a toda prisa a Vilna, donde se encontraba nuestro regimiento. Al llegar ya entrada la noche a una estación de postas, mandé enganchar cuanto antes los caballos, cuando de pronto se levantó una terrible ventisca, y el jefe de postas y los cocheros me aconsejaron esperar. Les hice caso, pero un inexplicable desasosiego se apoderó de mí; parecía como si alguien no parara de empujarme. Mientras tanto la tempestad no amainaba, no pude aguantar más y mandé enganchar de nuevo y me puse en camino en medio de la tormenta. Al cochero se le ocurrió seguir el río, lo que debía acortarnos el viaje en tres verstas. Las orillas estaban cubiertas de nieve: el cochero pasó de largo el lugar donde debíamos retomar el camino, y de este modo nos encontramos en un paraje desconocido. La tormenta no amainaba; vi una lucecita y mandé que nos dirigiéramos hacia ella. Llegamos a una aldea: en la iglesia de madera había luz. La iglesia estaba abierta, tras la valla se veían varios trineos: por el atrio iba y venía gente.

«¡Aquí! ¡Aquí!», gritaron varias voces. «Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido? -me dijo alguien-. La novia está desmayada, el pope no sabe qué hacer; ya nos disponíamos a irnos. Entra rápido.»

Salté en silencio del trineo y entré en la iglesia débilmente iluminada con dos o tres velas. La joven se sentaba en un banco, en un rincón oscuro de la iglesia; otra muchacha le fregaba las sienes. «Gracias a Dios -dijo ésta-, al fin ha llegado usted. Casi nos consume usted a la señorita.» Un viejo sacerdote se me acercó para preguntarme: «¿Podemos comenzar?» «Empiece, empiece, padre», le dije distraído. Pusieron en pie a la señorita. No me pareció fea… Una ligereza incomprensible, imperdonable, sí… Me coloqué a su lado ante el altar: el sacerdote tenía prisa: los tres hombres y la doncella sostenían a la novia y no se ocupaban más que de ella. Nos desposaron. «Bésense», nos dijeron. Mi esposa dirigió hacia mí su pálido rostro. Yo quise darle un beso… Ella gritó: «¡Ah, no es él! ¡no es él!», y cayó sin sentido. Los padrinos me dirigieron sus espantadas miradas. Yo me di la vuelta, salí de la iglesia sin encontrar obstáculo alguno, me lancé hacia la kibitkay grité: «¡En marcha!»

-¡Dios mío! -exclamó María Gavrílovna-. ¿Y no sabe usted qué pasó con su pobre esposa?

-No lo sé -dijo Burmín-, no sé cómo se llama la aldea en que me casé, no recuerdo de qué estación de postas había salido. Por entonces le di tan poca importancia a mi criminal travesura, que, al dejar atrás la iglesia, me dormí y desperté al día siguiente por la mañana, ya en la tercera estación de postas. Mi sirviente, que entonces viajaba conmigo, murió durante la campaña, de manera que ahora no tengo ni la esperanza siquiera de encontrar a la mujer a la que gasté una broma tan cruel y que ahora tan cruelmente se ha vengado de mí.

-¡Dios mío, Dios mío! -dijo María Gavrílovna agarrándole la mano-. ¡De modo que era usted! ¿Y no me reconoce?

Burmín palideció… y se arrojó a sus pies…

La perla - Yukio Mishima

La perla 

Yukio Mishima


El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad “Guardemos nuestras edades en secreto” y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

-No es nada… Un segundo, por favor… -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:

-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!

En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:

-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!

-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.

La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.

Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.

Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.

Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.

Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: “Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?”

Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.

Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.

Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.

-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas…

-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?

-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi… ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto…

-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien…

-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!

Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.

-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.

-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán… -sollozó.

Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti… No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.

-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.

La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.

-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.
FIN

La pata de mono - W.W. Jacobs

La pata de mono

W.W. Jacobs

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

FIN